A las seis de la tarde de un despiadado mes de enero, don Francisco de Almagro reflexionaba concienzudamente sentado a la mesa de su escritorio. No era sólo cuestión de dignidad. Esta vez había firmado un contrato, había contraído un compromiso jurídicamente exigible al expirar el plazo estipulado. Así se lo había explicado, con paciencia y mucho detalle, el señor Cámara, su abogado de confianza. Al principio la idea le había resultado muy atractiva. Cincuenta mil euros por adelantado son un incentivo de lo más atrayente, incluso para alguien de su estatus. Las ideas? ya surgirían. Siempre había sido así. Descansar plácidamente en la vieja casa del campo o en la mansión de la sierra unos días, intensas dosis de juego, de no hacer nada, de lecturas irreflexivas, alguna discreta visita al prostíbulo de la carretera secundaria y luego, encerrarse a escribir de manera impúdica. Así solía funcionar. Solo que esta vez, don Francisco parecía estar bloqueado… Puede ser exasperante ver pasar las horas muertas, sentado frente a la pantalla del ordenador, sin otra alternativa que fijar la vista en el monitor, observando con una atención tan absurda como estúpida el cursor intermitente que no cesa en su eterno parpadeo. Es la vida del escritor, se decía. La tranquilidad ni siquiera la proporciona el dinero. Sólo el fluir de ideas y palabras, arte esbozado en algún lugar del subconsciente, cristalizado luego sobre papel. </p>
<p>Pero, a veces, las palabras, las ideas, se resisten a surgir. Y lentamente, el ánimo va decayendo, y el tiempo, receloso, va adornando el gaznate del escritor en cuestión con una soga que él mismo se ocupará de acordonar. Todo con mucha parsimonia y sin la ayuda de nadie, hasta que el desasosiego y la perfidia de unos nervios veleidosos acaban de tensar la soga. </p>
<p>Por lo general, salvo en las tragedias shakesperianas, la muerte se hace de rogar, y los preliminares de tan dramático personaje quedan a cargo de distintos y muy variados trastornos del intelecto que abocan a una vesania insoslayable, de la cual artistas y escritores, compungidos por el desánimo y la frustración, tratan de huir acudiendo de suyo a la embriaguez. Pero los desequilibrios mentales o el alcoholismo mesurado no tienen por qué impedir la creación literaria? Al contrario, don Francisco siempre había pensado que la lucidez del vesánico o la nobleza que encubren ciertos excesos, tales como el aroma embriagador de un whisky de malta o el sabor de un puro habano, el aterciopelado gusto de una copa de vino tinto español o el sabor acre y dulcemente irritante del opio, potencian la agudeza del literato, desplegando ante sí una amplísima gama de posibilidades para encauzar la más perfecta de las novelas. La perfección estética no siempre es la ambición primera del literato. A veces se opta por la preeminencia de la crudeza o por el cinismo más opaco, pero siempre ligado a altas dosis de egolatría y vanidad personal. Aunque no sirva de nada especular sobre los defectos de los escritores cuando se está literalmente paralizado frente a una página en blanco. </p>
<p> </p>
<p>No hay ruido. Por la ventana, el paisaje se asemeja a una foto cualquiera de una postal de otra época. Tonalidades grises, malvas, violetas, se reflejan en la nieve al atardecer. Pero ya no está nevando. La gente se resguarda en el calor del hogar, la mirada perdida en el fuego; hombres y mujeres anestesiados por el olor a encina quemada y por el crepitar de la madera incinerándose. Y sólo el viento, sigiloso cual errante fugitivo, susurra la posibilidad de vida más allá de las copas de los fresnos que se levantan imponentes en la distancia, dibujando una silueta irregular en el horizonte. En el despacho, la sensación de irrealidad se acentúa al irse propagando por las paredes enmaderadas una penumbra nada inusual a esas alturas del invierno. </p>
<p>¡La imaginación coartada se alía con un violento sentimiento de culpabilidad! La culpabilidad violentada reniega de la ominosa dedicación del artista, y todo ello confluye en un impulso de impotencia que lleva a nuestro hombre a levantarse de su sillón acolchado, único testigo de sus agónicas lamentaciones, y salir a la calle. </p>
<p>Cuidadosamente ataviado con gruesas prendas de abrigo para resguardarse del frío invernal, don Francisco de Almagro emprende sin pausa el camino que lleva hacia la casa de su distinguido amigo, el marqués de Casa-Muñoz, un resquicio de las altas esferas que pervive en una sociedad corrompida por el realismo más atroz. No es que don Francisco sea clasista o altanero, pero sí lo son sus amistades, y aunque crítico con tan frívola forma de pensar y de vivir, don Francisco disfruta en secreto de los placeres materiales que le proporciona la vida, casi siempre a costa de sus queridos compañeros. La familia de Almagro, de noble alcurnia y alto abolengo, disfrutó años ha de una situación acomodada, sostenida por el comercio y el buen hacer de la naciente clase burguesa. Los antepasados de don Francisco se cuentan entre aquellos pocos nobles que renunciaron en España a las penurias de una clase venida a menos y, con mucho esfuerzo y sacrificio, supieron invertir sus vastas propiedades en pro de la industria y el comercio de las especias, en finísimas sedas venidas del oriente y en otros productos que sólo se conseguían allende los mares, y es así que, aunque perdieron el respeto de familiares y otros ilustres, fueron al mismo tiempo viéndolos caer, delicados y exquisitos en su imparable hundimiento, sin perder el porte ni ese brillo implacable en la mirada. Aunque la escasez de sus medios era cada vez más ostensible, y sus ropajes, confeccionados por los mejores sastres de Florencia, empezaban a tornarse en harapos propios de miserables vástagos de la decadencia. </p>
<p>Pero don Francisco, por supuesto, no andaba pensando en las cuitas de sus antiguos, sino que divagaba afanado elucubrando tramas imposibles para una novela todavía incierta, de párrafos aislados y sin sentido. Se rebanaba los sesos tratando de encontrar esa primera frase imprescindible de toda obra maestra, y su imaginación, furibunda, funcionaba al mismo ritmo que su paso, rápido y constante, decidido y determinado, sorteando semiinconscientemente los obstáculos que el temporal, ya amainado, y el azar, habían puesto en su camino, y que se figuraba retos de unas musas perezosas y pizpiretas, puestos allí precisamente para distraerlo y sacarlo de su ávido ensimismamiento intelectual. </p>
<p> </p>
<p>El paraje por el que Don Francisco discurre es ya un inmenso manto de nieve teñido de un azul grisáceo, casi desvaído ahora que oscurece. </p>
<p>La noche cerrada se cierne sobre las colinas de Valhala, sin dejar un margen entre la luz y las tinieblas, mitigadas levemente por el resplandor de farolas escasas pero señoriales, sin dar un respiro a Don Francisco, que se ve forzado a apretar el paso, fustigado por el viento y por el frío, por todo tipo de adversidades climáticas, pues una lluvia tan suave como espesa ha empezado a encharcar el camino, y a derretir la nieve amontonada por las máquinas en los márgenes, y a calar el grosor del abrigo de felpa de nuestro ínclito personaje. </p>
<p>Inopinadamente, se detiene. Cierra los ojos y, al abrirlos, aguza la vista intentando divisar su destino en la lejanía. El estrecho camino flanqueado por hileras de farolas se extiende inabarcable y se desdibuja en la niebla. A lo lejos, luces de farola sistemáticamente ordenadas adquieren, con la distorsión brillante de un fulgor, el cariz de algo mágico, y avanzan indicando el camino hasta la verja del caserón que ha de encontrarse en algún lugar tras el denso velo de bruma. </p>
<p>
A las seis de la tarde de un despiadado mes de enero
More from Letras libresMore posts in Letras libres »
Be First to Comment